¡Hola a todos!
Después de haber visto un buen número de ediciones de Jane Eyre en distintos idiomas, es el momento de descubrir algunos de los libros a los que Charlotte Brontë tuvo acceso.
Quienes hayan leído Jane Eyre, o incluso cualquiera de las novelas escritas por las hermanas Brontë, habrán podido notar que a lo largo de la novela se van mencionado de forma directa e indirecta muchos libros que los propios protagonistas habían tenido en su poder o habían leído. La influencia de la literatura y la lectura, tanto contemporánea como de épocas anteriores, queda patente en las novelas y precisamente en este hecho quería centrarme hoy.
A pesar de que en aquella época había notables diferencias de educación entre mujeres y hombres, y que el estudio intensivo de las novelas clásicas estaba reservado a los hombres, la familia Brontë contaba con una extensa biblioteca en la rectoría a la que los hijos podían acceder libremente. Los libros estaban ordenados en función de su estado de conservación, en el estudio de Patrick Brontë se podían encontrar aquellos bien encuadernados y los que mostraban señales de haber sido leídos numerosas veces, se encontraban en el dormitorio. Entre los volúmenes presentes en la casa había tanto obras clásicas de género serio como escritos más ligeros de autores como Walter Scott, los poemas de Wordsworth o de Southey.
Ya desde muy pequeños todos los hermanos demostraban amor por la lectura entre otras aficiones, tal y como se puede ver en esta historia escrita por Charlotte en el año 1829.
Una vez papá dio un libro a mi hermana Maria. Era un libro antiguo de geografía. Ella escribió en su hoja en blanco: «Papá me ha dado este libro». Es un libro de hace ciento veinte años. Lo tengo delante en este momento.
Por estas fechas Charlotte también se dedicó a escribir varios mini-libros, aprovechando recortes y fragmentos sobrantes de papel en los que, con una letra diminuta, iba escribiendo poemas, canciones, historias, conversaciones y donde también dibujaba pequeñas ilustraciones y mapas. Algunos de estos textos se pueden ver escaneados en la Biblioteca de Harvard.
Los niños conocían las fábulas de Esopo, Tales of the Genii de James Kenneth Ridley, Las mil y una noches, El progreso del peregrino de John Bunyan, Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift y por supuesto, la Biblia, libro que Charlotte decía que era su libro favorito. Este fervor religioso quedó también patente en sus novelas y en sus personajes. Al ser una familia donde la religión jugaba un papel fundamental, todos los hermanos contaban con ejemplares de himnos de Isaac Watts y de Salmos de David y en los ejemplares conservados se pueden ver pequeñas anotaciones de sus jóvenes dueños.
Entre los libros disponibles en la biblioteca de su padre, estaban también Paraíso perdido de John Milton (1667), Vida de los poetas ingleses de Samuel Johnson (1779–1781), Las estaciones de James Thomson (1730), Compendio de la historia Romana de Oliver Goldsmith (1730?-1774), Grammar of General Geography del Reverendo J. Goldsmith (1824) o Historia de Inglaterra de David Hume (1754-1762). Así mismo había obras de Shakespeare, William Cowper, antologías de poemas e incluso contaba con obras de Byron, a las cuales, a pesar de sus polémicos contenidos, el padre no les impedía el acceso. Tanto es así que a los 10 años Charlotte era capaz de citar fragmentos de sus obras e incluso los incluía en sus escritos. Seguro que Charlotte también tuvo acceso a las Églogas de Virgilio, a obras de Edward Young (The complaint, or Night-Thoughts on Life, Death, & Immortality) u Ovidio, entre otros.
En general tenían acceso a todos los libros que había en la casa y no había prohibiciones de ningún tipo, ni por rango de edad ni por sexo, aunque sí se sabe que hubo una lectura que Patrick Brontë les censuró, ejemplares de la revista The Lady’s Magazine que habían pertenecido previamente a Maria Brontë, su esposa (revista que se publicó de forma mensual desde 1770 hasta 1847). Realmente el reverendo no les había prestado demasiada atención a las revistas hasta el momento en que Charlotte empezó a leerlas, pero en ese momento decidió quemarlas todos, ya que contenían “absurdas historias de amor”, destruyendo así uno de los pocos recuerdos de Maria que conservaban las niñas. Otra obra perteneciente a la madre que sí llegó finalmente a estar en poder de Charlotte en 1826 es An extract of the Christian’s Pattern, or a Treatise on the imitation of Christ escrita en latín por Thomas á Kempis y abreviada y traducida al inglés por John Welsey en 1803. Y no solo en casa podían disfrutar del placer de la lectura, también se les permitía tomar prestados libros de la biblioteca de Keighley, una población situada a unos seis kilómetros al noreste de Haworth.
Además la familia Brontë no solamente leía novelas, también leía semanalmente tres periódicos diferentes. El Leeds Intelligencer (periódico conservador) y el Leeds Mercury (liberal) los compraba la propia familia en Keighley. El tercer periódico, John Bull (conservador radical), se lo prestaba el Señor Driver, también les prestaba la publicación periódica Blackwood’s Magazine.
El 17 de enero de 1831 Charlotte empezó a asistir al colegio de Roe Head, propiedad de la señorita Margaret Wooler y sus tres hermanas, donde aproximadamente unas diez chicas aprendían historia, geografía, literatura, aritmética y nociones de francés, música y dibujo. Allí fue donde conoció a Ellen Nussey, que se convertiría en una de sus mejores amigas el resto de su vida. Durante esas fechas se hizo con un ejemplar del Atlas del Mundo de J.C. Russell (1830) que contaba con 25 mapas coloreados a mano. Ese mismo ejemplar la acompañó en su viaje a Bruselas en 1842. Dicho volumen se encuentra en el Brontë Parsonage Museum (perteneciente a la colección Bonnell, del Archivo Nacional del Gobierno Británico) y en él se pueden ver inscripciones hechas por Charlotte y por Emily. Además, en el interior de dicho libro aparecieron unas pocas páginas de la obra Corinne de Madame de Staël, que probablemente Charlotte tuvo que leer durante su estancia en el internado de los Heger.
Unos pocos años más tarde, y precisamente de la biblioteca de Keighley, Charlotte tomó prestada en 1833 la obra Kenilworth, de sir Walter Scott, publicada en 1821, cuya experiencia comentó con su amiga Ellen por carta:
Me alegra que te guste Kenilworth. En realidad, más parece un romance que una novela: en mi opinión, es una de las obras más interesantes que hayan surgido de la pluma del gran sir Walter. Varney es sin duda la personificación de la vileza consumada; y en la descripción de su mente oscura y absolutamente artera, Scott demuestra un prodigioso conocimiento de la naturaleza humana, además de una sorprendente habilidad para plasmar sus ideas haciendo así a otros partícipes de ese conocimiento.
Existe también constancia de una carta que Charlotte le escribió a Ellen Nussey el 4 de julio de 1834 en respuesta a una carta suya donde le pedía recomendaciones de lecturas. La respuesta de Charlotte deja claros sus amplios conocimientos en el tema, siendo capaz de discriminar entre distintas obras de escritores, mostrando sus preferencias y dando a la vez su opinión.
(…) Me pides que te recomiende algunos libros para leerlos atentamente. Lo haré lo más brevemente que pueda. Si quieres poesía, que sea la mejor; Milton, Shakespeare, Thomson, Goldsmith, Pope (si te apetece, aunque a mí no me entusiasma), Scott, Byron, Campbell, Wordsworth y Southey. Que no te asusten los nombres de Shakespeare y Byron. Los dos son grandes hombres, y sus obras son como ellos. Sabrás elegir lo bueno y evitar lo malo; los mejores pasajes son siempre los más puros; y los malos son siempre repugnantes; nunca te apetecerá leerlos dos veces. Omite las comedias de Shakespeare y el Don Juan y tal vez el Caín, de Byron, aunque el último es un poema espléndido; y lee todo lo demás sin miedo. Hace falta una mente realmente depravada para encontrar mal en Enrique VIII, en Macbeth y en Hamlet y Julio César. La poesía romántica, salvaje y tierna de Scott no puede hacerte ningún mal. Ni la de Wordsworth, ni la de Campbell ni la de Southey (al menos la mayor parte); una pequeña parte es ciertamente censurable. De historia, lee a Hume, Rollin y la Historia Universal, si puedes. Yo nunca he podido. De ficción, lee sólo a Scott; después de las suyas, todas las novelas carecen de valor. De biografía, lee la vida de los poetas de Johnson, la Vida de Johnson de Boswell, la vida de Nelson de Southey, la vida de Burns de Lockhart, la vida de Sheridan de Moore, la vida de Byron de Moore, las demás de Wolfe. De historia natural, lee a Bewick y Audubon, a Goldsmith y la Historia de Selborne de White. En cuanto a teología, en eso te aconsejará tu hermano. Lo único que puedo decirte es que te atengas a los autores clásicos y evites lo novedoso. (…)
Charlotte y Anne asistían al colegio de la señorita Margaret Wooler, que fue trasladado en el invierno del año 1837 de Roe Head a Dewsbury Moor, un emplazamiento a menor altura y menos agreste que el Haworth al que estaban las hermanas acostumbradas. Este cambio afectó de manera profunda a Charlotte, y entre otras cosas, encontró un refugio en la lectura.
Mi vida transcurre de la misma forma monótona y regular que siempre desde que te vi; sólo enseñar, enseñar, enseñar de la mañana a la noche. La mayor variedad que tengo a veces la constituye una carta tuya o el encuentro con un libro nuevo agradable. La Vida de Oberlin y Retrato doméstico de Legh Richmond son los últimos de la segunda categoría. La última obra atrajo poderosamente mi atención y me fascinó extrañamente. Pídelo, consíguelo prestado o róbalo sin demora; y lee la Memoria de Wilberforce, un relato corto de una vida breve sin acontecimientos especiales; nunca la olvidaré; es hermosa, no por el lenguaje en que está escrita, ni por los incidentes que expone, sino por el relato sencillo de un joven cristiano inteligente y sincero.
Aunque ya en el año 1842 Charlotte decía tener escasos conocimientos de francés, cuando tenía 14 años (1830) había sido capaz de traducir el primer volumen de La Henriade, de Voltaire. También sorprendía a sus compañeras de clase al ser capaz de recitar de memoria muchos de los textos que les hacían estudiar.
En el internado de los Heger en Bruselas, donde Charlotte y Emily estuvieron durante el año 1842, el señor Constantin Heger decidió darles clases particulares. Estas clases consistían en leerles en voz alta pasajes de obras francesas Románticas de la época, de autores tales como Lamartine, Hugo, Chateaubriand, Mirabeau o Delavigne para luego analizarlos exhaustivamente. Durante estas clases también tuvieron que escribir distintas redacciones, de las cuales se conservan algunas (Sacrifice of an Indian Widow, The Nest, The inmensity of God, THe sisege of Oudenarde, etc).
Pasaron los años, y una vez publicada su primera novela, Charlotte no era capaz de hablar prácticamente con nadie de su entorno sobre el éxito que estaba teniendo, pero sí tenía la suerte de intercambiarse correspondencia con otros escritores contemporáneos. Por ejemplo, podemos ver este fragmento de una carta escrita a G.H. Lewes el 12 de enero de 1848 donde hablaban de otra obra famosa contemporánea: Orgullo y prejuicio.
No había visto “Orgullo y prejuicio” hasta que leí vuestra frase sobre él, y entonces conseguí el libro y lo analicé. ¿Y qué encontré? Un retrato de daguerrotipo fiel de un rostro común. Un jardín bien cultivado y cuidadosamente vallado, con límites cuidados y flores delicadas pero ni un atisbo de una fisionomía viva, sin espacios abiertos, sin aire fresco, sin colinas ni cielos azules. Difícilmente me gustaría vivir con esas damas y caballeros en sus elegantes pero confinadas casas. Probablemente estas observaciones le irriten, pero correré ese riesgo.
Claramente los estilos y la forma de ver la vida de Charlotte Brontë y de Jane Austen no tenían mucho en común, por ello era de suponer que una novela como Orgullo y prejuicio no le iba a caer demasiado en gracia.
Bien es sabido que las hermanas, especialmente Emily, querían conservar su anonimato y por ello empleaban los pseudónimos de Currer, Ellis y Acton Bell, pero en el año 1848 surgió un contratiempo. Tras la publicación de Jane Eyre, Cumbres borrascosas y Agnes Grey, Anne siguió trabajando en su novela La inquilina de Wildfell Hall, y se la envío a sus editores cuando ya casi la tenía terminada. Los editores de Charlotte, Smith y Elder, le escribieron en junio de ese año una preocupante carta donde se mostraban sorprendidos de saber que una nueva obra de Currer Bell iba a ver la luz y que los derechos los tenía otra editorial. La confusión, creada por los editores de Anne y Emily, creyendo que los tres pseudónimos en realidad pertenecían a una sola persona, precipitó el viaje de Charlotte y Anne a Londres para aclarar la situación. En una de las cartas conservadas se puede ver que los editores también empezaron a compartir con las hermanas otras obras contemporáneas, incluso Charlotte se animaba a hacer peticiones puntuales de obras que habían llegado a su conocimiento.
A continuación os pongo varios fragmentos de cartas donde se mencionan algunos de estos títulos, unos pocos incluso acompañados por una breve opinión de Charlotte.
1848
El martes por la mañana nos marchamos de Londres cargadas de libros que nos había regalado el señor Smith y llegamos sanas y salvas a casa.
Invierno 1849
Los libros que me han enviado son realmente muy interesantes. Me han gustado especialmente Conversaciones con Goethe, de Eckermann, Conjeturas sobre la verdad, Amigos reunidos y el librito sobre la vida social inglesa; y desde luego no menos el último. A veces nos atrae un libro por los personajes, no por ninguna inteligencia brillante o peculiaridad asombrosa que ensalcen, sino por el amor a algo bueno, delicado y genuino. El pequeño me parece obra de una dama, y de una mujer amable y sensible, y me gustó. De momento, no piensen en seleccionar más obras para mí; mi provisión no está agotada, ni mucho menos.
Acepto su oferta respecto a Athenaeum; me gustaría mucho echarle una ojeada, siempre y cuando puedan enviármelo sin problema. Lo devolveré puntualmente.
Invierno 1849
A veces me pregunto qué haría sin ellos; acudo a ellos como si fueran amigos; acortan y alegran muchas horas que de lo contrario serían demasiado largas y demasiado lúgubres; incluso cuando ya no puedo seguir leyendo porque se me cansa la vista, me complace verlos en el estante o sobre la mesa. Todavía soy muy rica, pues mi provisión no está en absoluto agotada. Algunos otros amigos me han enviado libros últimamente. La lectura de La vida en Oriente, de Harriet Martineau, me ha proporcionado gran placer; y he descubierto un interesantísimo tema de estudio en la obra de Newman sobre el Alma. ¿La has leído? Es audaz —puede estar equivocada—, pero es pura y elevada. Nemesis of faith, de Froude, no me gustó; me pareció morbosa, aunque también en sus páginas se encuentran gotas de verdad.
1850
Me asombra que sepan elegir tan bien; no se lo impediría por nada del mundo. Estoy segura de que ninguna selección que hiciera yo misma sería tan satisfactoria como la que otros hacen por mí tan amable y acertadamente; además, si ya supiera lo que iba a recibir, no sería tan emocionante. Prefiero mucho más no saberlo.
Entre las obras especialmente gratas se cuentan La vida de Southey, Las mujeres de Francia, los Ensayos de Hazlitt, Hombres representativos de Emerson; pero creo que es injusto pormenorizar porque todas son buenas […]. He empezado un segundo librito, Sugerencias sobre la educación femenina, de Scott; también ése lo leo, y con placer absoluto. Es muy bueno; bien razonado y escrito con claridad y acierto. Las jóvenes de esta generación tienen grandes ventajas; me parece que las animan mucho a adquirir conocimientos y a cultivar la inteligencia; en estos días, las mujeres pueden ser reflexivas y cultas sin que las tachen de descaradas y pedantes. Los hombres empiezan a aprobar y a ayudar, en vez de ridiculizarlas y frenar sus esfuerzos por aprender. He de decir que yo personalmente, cuando he tenido el placer de conversar con un hombre verdaderamente intelectual, nunca he sentido que lo poco que sabía se considerara superfluo e impertinente, sino que no sabía bastante para satisfacer la justa expectación. Siempre tengo que explicar: «No busquéis en mí grandes conocimientos; lo que os parece fruto de la lectura y el estudio es sobre todo espontáneo e intuitivo» […].
25 octubre 1850
La caja de libros llegó anoche y no puedo por menos que admirar agradecida la selección: Los ensayos de Jeffrey, La vida del doctor Arnold, El romano, Alton Locke, todos ésos los quería y les doy la bienvenida.
Dice que no me quedo ningún libro; disculpe, me avergüenza mi propia rapacidad: me he quedado la historia de Macaulay y el Preludio de Wordsworth, y Philip van Artevelde de Taylor. Tranquilizo mi conciencia diciéndome que los dos últimos (como son poesía) no cuentan. Ésta es una teoría conveniente para mí; pienso emplearla con relación a El romano, así que confío en que nadie en Cornhill discutirá su validez ni afirmará que la poesía tiene valor, a no ser para los fabricantes de baúles.
Ya he leído la historia de Macaulay, las conferencias de Sidney Smith sobre filosofía moral y el libro de Knox sobre razas. No he visto la obra de Pickering sobre el mismo tema; ni los tomos de la autobiografía de Leigh Hunt. Pero ahora tengo libros para una buena temporada. Me gustan mucho los ensayos de Hazlitt. […]
Ya he leído la mayor parte de El romano. Algunos pasajes poseen una virtud renovadora de la que sólo puede jactarse la verdadera poesía; hay imágenes de auténtica grandeza; versos que se graban inmediatamente en la memoria. ¿Podrá ser cierto que ha aparecido en el firmamento un nuevo planeta, donde todas las estrellas parecían desvanecerse rápidamente? Creo que sí; porque este Sydney o Dobell habla con voz propia, genuina y única. A veces se oye a Tennyson, es cierto; y otras a Byron en algunos pasajes de El romano; pero luego llega una nota nueva —más clara aquí que en cierto poema lírico breve, entonado por un coro de trovadores, una suerte de endecha sobre el hermano muerto— que no sólo encanta el oído y la mente, sino que serena el alma.
De algunos de ellos incluso llegó a hacer extensos comentarios a sus editores por carta y un ejemplo es La vida del doctor Arnold, enviado por sus editores el 25 de octubre y que terminó de leer el 6 de noviembre. Podemos leer su opinión en la siguiente carta:
6 de noviembre 1850
Acabo de concluir la Vida del doctor Arnold; pero al proponerme exponer mi opinión, conforme a su deseo, la tarea no me resulta nada fácil. No encuentro las palabras adecuadas. No es un personaje que pueda despacharse con unas palabras elogiosas; no es un personaje unilateral; el puro panegírico sería inadecuado. El doctor Arnold (en mi opinión) no era absolutamente angelical; su grandeza estaba fundida en un molde mortal; era un poco severo, casi un poco duro; era vehemente y algo combativo. Trabajador infatigable, no sé si habría entendido o aceptado con indulgencia un temperamento que requiriera más descanso; pero ni un solo hombre entre mil tiene una capacidad para el trabajo tan descomunal como la suya; me parece el trabajador más grande del mundo. Quizá fuera riguroso en ese punto; y, suponiendo que lo fuese, y un poco apresurado, estricto y categórico, creo que ésos fueron sus únicos defectos (si es que puede llamarse defecto lo que en modo alguno degrada el carácter de la persona, sino que sólo tiende a oprimir y presionar el carácter más débil de sus semejantes). Después vienen sus cualidades. Sobre éstas no hay nada dudoso. ¿Dónde podemos hallar justicia, fortaleza, independencia, fervor y sinceridad más plenos y puros que en él?
Pero eso no es todo, y me alegra decirlo. Además de su elevada inteligencia y de su rectitud sin mancha, sus cartas y su vida atestiguan que poseía el amor más sincero. Sin él, por mucho que lo admiráramos, no podríamos amarlo; pero con él creo que lo estimamos mucho. Cien hombres iguales, cincuenta, no, diez o cinco hombres tan rectos como él podrían salvar cualquier país; podrían defender victoriosamente cualquier causa.
Me ha impresionado también la dicha casi ininterrumpida de su existencia; una dicha resultante sobre todo del recto empleo que hizo de la salud y el vigor que Dios le había dado, pero también en parte de la singular exención de las penas amargas y profundas que casi todos los humanos tienen que soportar. Su esposa era lo que él deseaba; sus hijos eran sanos y prometedores; él mismo gozaba de una salud excelente; sus empresas se vieron coronadas por el éxito; hasta la muerte fue buena —pues, por muy intensos que fueran los dolores de su última hora, fueron bastante breves—. Parece que la bendición de Dios lo acompañó desde la cuna hasta la tumba. Es de agradecer que se haya permitido a un hombre vivir una vida así.
Cuando ya los primeros libros publicados por las hermanas Brontë ya habían visto la luz y alcanzaron cierto éxito, Charlotte continuó leyendo más libros de autores contemporáneos, entre ellos las obras de la que luego se convertiría en una de sus amigas, Elizabeth Gaskell. Cuando estaba terminado el segundo tomo de Shirley, su segunda novela publicada, cayó en sus manos un ejemplar de Mary Barton, la primera novela de la citada autora, que le llamó poderosamente la atención debido a la similitud de ideas y pensamientos entre ambas. En julio de 1853 también pudo leer Cranford, una novela que retrata, con toques de humor y afecto, los valores y costumbres de la época. De estos hechos queda constancia en una de las cartas que se intercambiaron, compartiendo sus experiencias a la hora de escribir, hablando sobre sus enfoques y sobre cómo ignorar la presión que sentían al saber que su obra podía influir sobre los lectores.
9 de julio de 1953
¿Le resulta fácil a usted que tiene tantas amistades, un círculo tan amplio de conocidos, cuando se sienta a escribir, aislarse de todos esos vínculos y de sus agradables asociaciones, y ser usted misma, independiente, ajena por completo a la noción de cómo puede afectar su obra a otros, a la censura o la comprensión que pueda provocar? ¿No aparece nunca ninguna nube luminosa entre usted y la Verdad estricta, tal como usted la conoce en su fuero interno lúcido y claro? En una palabra, ¿no siente nunca la tentación de hacer a sus personajes más amables que la Vida, por la inclinación a igualar los pensamientos propios a los de quienes siempre se sienten amables aunque a veces dejan de ver justamente?
Visto todo esto, no es de extrañar que las hermanas Brontë se dedicaran a plasmar sus historias sobre el papel, habiendo disfrutado tanto del trabajo que otros autores habían creado, superando las dificultades que ser mujer y querer ser escritora entrañaban en la época. Queda claro que hace falta agradecerle a su padre y a su entorno que alimentaran tanto esa pasión por la lectura ya que gracias a ello, o al menos en parte, podemos ahora disfrutar nosotros de sus libros.
Para saber más:
- Charlotte Brontë, a life, Claire Herman
- A life in letters, Juliet Baker
- La vida de Charlotte Brontë, Elizabeth Gaskell
- The Brontës in Brussels, Helen MacEwan
- Charlotte Brontë, a passionate life, Lyndall Gordon